INMIGRACIÓN: Migrantes embarazadas luchan por sobrevivir en calles de una ciudad de Colorado
AP: Aurora, Colorado, EE.UU.
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Tenía ocho meses de embarazo cuando se vio obligada a abandonar su refugio para
indigentes en Denver. Era noviembre.
Ivanni
Herrera tomó de la mano a su hijo Dylan, de 4 años, y lo condujo hacia la fría
noche, arrastrando una maleta que contenía ropa y mantas donadas que había
tomado del Microtel Inn & Suites. Era uno de los 10 hoteles en los que la
ciudad de Denver ha alojado a más de 30,000 migrantes, muchos de ellos
venezolanos, en los últimos dos años.
Primero caminaron hasta
un Walmart. Allí, con el dinero que ella y su esposo habían reunido tras
mendigar en la calle, compraron una tienda de campaña.
Esperaron hasta que
oscureció para levantar su nuevo hogar. Eligieron una franja con césped a lo
largo de una autopista en Aurora, la ciudad vecina, un suburbio conocido por su
población inmigrante.
“Quisimos ir donde
había gente”, dijo Herrera, de 28 años. “Se siente
más seguro”.
Esa noche, las
temperaturas bajaron a 0 grados Celsius (32 grados Farenheit), y mientras
envolvía su cuerpo alrededor del de su hijo para mantenerlo lo suficientemente
caliente como para que pudiera dormir, Ivanni Herrera lloró.
En busca de una vida
mejor y encontrar algo distinto
En los últimos dos años,
una cantidad récord de familias de Venezuela llegaron a Estados Unidos en busca
de una vida mejor para ellos y sus hijos. En cambio, se han encontrado en
comunidades que se cuestionan sobre cuánto ayudar a los recién llegados — o si
de plano no ayudarlos.
Imposibilitados para
trabajar legalmente sin realizar trámites costosos y complicados, algunos se
vuelven indigentes y no les queda más que confiar en la bondad de los extraños
para sobrevivir. Algunos han tenido que dormir en la calle —incluso mujeres que
están embarazadas.
Como muchos de su
generación, independientemente de su nacionalidad, Herrera encontró inspiración
para sus ambiciones de vida en las redes sociales. Cuando vivían en Ecuador, a
donde había huido años antes para escapar del colapso económico en su natal Venezuela,
Herrera y su esposo se animaron al ver videos y fotos de familias como la suya
que cruzaban a pie el infame Tapón del Darién desde Colombia hasta Panamá. Si
todas esas personas pudieron hacerlo, pensaron, nosotros también.
No conocían a muchas
personas que se hubieran mudado a Estados Unidos, pero las fotos y videos de
venezolanos en Facebook y TikTok mostraban a familias jóvenes y sonrientes con
buena ropa y de pie frente a autos nuevos, y que alardeaban de hermosas vidas
nuevas. Los informes de la Patrulla Fronteriza estadounidense muestran que
Herrera y las personas que la inspiraron fueron parte de una migración masiva
sin precedentes de venezolanos a Estados Unidos. Unos 320,000 venezolanos han
intentado cruzado la frontera sur desde octubre de 2022, más que en los nueve
años anteriores juntos.
Apenas unas semanas
después de llegar a Denver, comenzó a preguntarse si el éxito que había visto
era real. Ella y sus amigos habían desarrollado otra teoría: el revuelo
respecto a Estados Unidos era parte de una red de engaño.
Después de varios días de
acampar en la calle y hacer sus necesidades al aire libre, Herrera comenzó a
tener una picazón incontrolable debido a una infección. Se preocupó: ¿pondría
eso en peligro a su bebé?
Veía a médicos y
trabajadores sociales en un hospital de Denver donde planeaba dar a luz porque
atendían a todo el mundo, incluso a los que no tenían seguro médico. A ellos
les alarmaba que su paciente embarazada ahora durmiera afuera en el frío.
Días después de que se
vio obligada a dejar el Microtel, Denver puso en pausa su política y permitió
que los inmigrantes indigentes se quedaran en sus refugios durante el invierno.
Los funcionarios de Denver dicen que visitaron los campamentos para instar a
los inmigrantes sin hogar a regresar a los albergues. Pero no se aventuraron
fuera de los límites de la ciudad, como a Aurora.
En Aurora, la tercera
ciudad más grande de Colorado, en el extremo este de Denver, los funcionarios
han rechazado las solicitudes para ayudar a los inmigrantes. En febrero, el
Ayuntamiento de Aurora aprobó una resolución que informaba a otras ciudades y organizaciones
sin fines de lucro que no trajeran inmigrantes a la comunidad porque “actualmente
no tiene la capacidad financiera para pagar nuevos servicios relacionados con
esta crisis”. No obstante, todavía vienen debido a su menor costo de vida y
a la presencia de una comunidad de habla hispana.
De hecho, la semana
pasada el expresidente Donald Trump atrajo la atención sobre la ciudad tras
sugerir que una pandilla venezolana se había apoderado de un complejo de
apartamentos. Las autoridades dicen que eso no ha sucedido.
Los médicos trataron la
infección micótica de Herrera y la instaron a dormir en el hospital. No le
costaría nada, le aseguraron, y además su parto estaría cubierto por Medicaid
de emergencia, un programa que extiende los beneficios de atención médica para
familias estadounidenses pobres a inmigrantes no autorizados en cuestiones de
parto.
Pero Herrera se negó.
“¿Cómo iba a
dormir dónde hace calor cuando mi hijo tiene frío y está en la calle?”,
preguntó.
Otra
familia es expulsada en la noche
Era marzo cuando David
Jaimez, su esposa embarazada y sus dos hijas fueron desalojados de su
apartamento en Aurora. Desesperados por ayuda, arrastraron sus pertenencias
hasta el grupo de estudio bíblico del jueves por la noche en “Jesus on
Colfax”, una iglesia y dispensador de alimentos dentro de un viejo motel.
Su homónimo y ubicación, Colfax Avenue, ha sido desde hace mucho tiempo un
destino para drogadictos, veteranos sin hogar y nuevos inmigrantes.
Cuando la familia Jaimez
llegó, las oraciones se detuvieron. La gerente se dirigió a la familia en un
español básico, complementado con Google Translate en su teléfono.
Después de llegar de
Venezuela en agosto y alojarse en una habitación de hotel patrocinada por
Denver, se mudaron a un apartamento en Aurora. La vivienda es más barata en ese
suburbio del este, pero nunca encontraron suficiente trabajo para pagar el alquiler.
“Yo debo 8.000
(dólares)”, dijo Jaimez, con los ojos muy abiertos. “Supuestamente
hay trabajo aquí. No lo creo”.
Jaimez y su esposa son
elegibles para solicitar asilo o para recibier el estatus de protección
temporal (TPS, por sus siglas en inglés) y, con ello, permisos de trabajo. Pero
eso requeriría un abogado o un asesor, meses de espera y 500 dólares en honorarios
cada uno.
En el grupo de oración,
las niñas bebieron refrescos y comieron mandarinas que les dio una
participante, una mujer de mediana edad y nativa de Aurora, quien acarició la
cola de caballo de la hija de 8 años de la familia mientras la niña sonreía.
Cuando la responsable del
grupo no pudo encontrar ningún lugar donde la familia pudiera quedarse,
salieron a la calle en la noche. Empujaban en su cochecito a su hija de un año
y arrastraban una maleta detrás de ellos. Después de que se fueron, la mujer de
mediana edad se inclinó hacia adelante en su silla plegable y dijo: “Es una
locura que nuestra ciudad los deje entrar, pero no ayude a nuestros veteranos”.
Cerca, un hombre asintió con la cabeza en señal de estar de acuerdo.
Esa noche, Jaimez y su
familia encontraron un campamento para inmigrantes dirigido por una
organización sin fines de lucro de Denver llamada All Souls y se mudaron a la
tienda número 28. Los voluntarios y el personal les llevaron agua, comidas y
otros recursos. Semanas después, la familia se mudaba nuevamente: acampar sin
permiso es ilegal en Denver y la ciudad cerró el campamento. All Souls lo
restableció en seis lugares diferentes, pero cerró de forma permanente en mayo.
En su apogeo, casi 100
personas vivían en el campamento. Aproximadamente la mitad habían sido
desalojados de los apartamentos arreglados apresuradamente antes de que
expirara su tiempo de refugio, dijo Candice Marley, la fundadora. Veintidós
residentes eran niños y cinco mujeres estaban embarazadas, incluida la esposa
de Jaimez. Marley trata de obtener un permiso para otro campamento, pero el
permiso sólo permitiría la estancia de personas mayores de 18 años.
“Aunque hay muchos
niños que viven en la calle, no los quieren a todos juntos en un campamento”,
dijo Marley. “Esa no es una buena imagen pública para ellos”.
Los
esfuerzos de una ciudad no son suficientes
Las autoridades de Denver
dicen que no tolerarán que los niños duerman en la calle. “¿De verdad
caminaron desde Venezuela para vivir sin hogar en Estados Unidos? No lo creo”,
dijo Jon Ewing, portavoz del departamento de salud y servicios humanos de
Denver. “Podemos hacer algo mejor que eso”.
Aún así, Denver enfrentó
dificultades ante la avalancha de inmigrantes. Muchos de ellos llegaron en
autobuses alquilados por Texas para llamar la atención sobre el impacto de la
inmigración. En total, los funcionarios de Denver dicen que han ayudado a unos
42.700 inmigrantes desde el año pasado, ya sea al darles refugio o un pasaje de
autobús a otra ciudad.
Inicialmente, la ciudad
ofreció a los inmigrantes con familia seis semanas en un hotel. Pero en mayo,
encaminados a gastar 180 millones de dólares este año para ayudar a los recién
llegados, la ciudad redujo su oferta a futuros inmigrantes mientras profundizaba
su inversión en las personas que ya recibían ayuda. Denver pagó estadías más
prolongadas en refugios para 800 migrantes que ya estaban en hoteles y les
ofreció clases de inglés y ayuda para solicitar asilo y permisos de trabajo. En
cambio, todos los inmigrantes que han llegado desde mayo han recibido sólo tres
días en un hotel. Después de eso, algunos encuentran transporte a otras
ciudades, buscan un lugar para dormir o deambulan a poblaciones en los
alrededores como Aurora.
Hoy, menos migrantes
llegan al área de Denver, pero Marley todavía recibe docenas de acercamientos
por semana de agencias de servicios sociales que buscan ayudar a migrantes sin
hogar. “Es muy frustrante que no podamos ayudarlos”, dijo. “Eso deja
a las familias acampando por su cuenta, sin apoyo, viviendo en sus autos. Los
niños no pueden ir a la escuela. No hay estabilidad”.
Después de que cerrara el
campamento, Jaimez y su familia se mudaron a un hotel. Pagó con lo que obtuvo
tras pedir dinero en una intersección, en donde se para sosteniendo un cartel
de cartón. Su hija sólo ha asistido a la escuela durante un mes el año pasado,
ya que nunca sintieron la confianza de estar instalados en algún lugar más allá
de unas pocas semanas. La familia se mudó recientemente a una granja en las
afueras del área de Denver, donde les dijeron que pueden vivir a cambio de
trabajar.
En
la primera línea de la mendicidad
Cuando Herrera comenzó a
sentir dolores de parto a principios de diciembre, estaba sentada en el pasto
para descansar después de un largo día de pedir dinero a extraños. Esperó hasta
que ya no pudo soportar más el dolor y sintió que el bebé estaba por nacer.
Llamó a una ambulancia.
Los paramédicos no
hablaban español, pero llamaron a un intérprete. Informaron a Herrera que
tenían que llevarla al hospital más cercano, en lugar del de Denver, porque el
intervalo entre sus contracciones era muy breve.
Su hijo nació sano, pesó
3,2 kilos (7 libras y 8 onzas) y lo llevó a la tienda de acampar al día
siguiente. Unos días después, toda la familia, incluido el bebé, contrajo
varicela. “El bebé estuvo muy mal”, dijo Emily Rodríguez, una amiga
cercana que vive con su familia en una tienda de campaña junto a la de Herrera.
Herrera lo llevó al
hospital y luego regresó a la tienda antes de que le ofrecieran una
alternativa. Una mujer de Aurora, originaria de México, invitó a la familia a
vivir con ella —al principio, gratis. Después de un par de semanas, la familia
se mudó a una pequeña habitación en el garaje por 800 dólares al mes.
Para ganar lo suficiente
para el alquiler y pagar los gastos, Herrera y Rodríguez han limpiado o pintado
casas y quitado con palas la nieve de las entradas mientras sus hijos esperaban
solos en un automóvil. Encontrar trabajo regular y que realmente les paguen por
ello ha sido difícil. Mientras que sus maridos pueden conseguir trabajo más o
menos constante en la construcción, el ingreso más estable de las mujeres
proviene de otra cosa: pararse en la calle con sus hijos y mendigar.
Herrera y su esposo
cumplieron hace poco con los requisitos para solicitar permisos de trabajo y
residencia legal para venezolanos que llegaron a Estados Unidos el año pasado.
Sin embargo, les costará a cada uno que un abogado presente los documentos, además
de cientos de dólares en honorarios gubernamentales. Y no tienen el dinero.
Un día de primavera,
Herrera y Rodríguez están de pie junto a los carritos de compras en la entrada
de una tienda mexicana de comestibles. Mientras sus hijos gatean a lo largo de
una hilera de carritos rojos apilados y el bebé Milan duerme en su cochecito,
intentan hacer contacto visual con los compradores.
Algunos las ignoran.
Otros ponen billetes en sus manos. En un buen día, cada una obtiene unos 50
dólares.
A Rodríguez le resulta
más fácil, ya que es naturalmente bulliciosa. “Un día alguien me dio este
teléfono. Es nuevo”, dice al agitar el dispositivo en el aire.
“Mira este
cuerpazo”, agrega mientras gira, ríe y muestra su robusto
trasero. “Pienso que le gusto”.
Herrera hace una mueca.
Ella no coquetea como lo hace su amiga. Levanta a Milan y se da cuenta de que
su pañal está empapado, y luego lo devuelve al cochecito. Se ha quedado sin
pañales.
Milan estaba enfermo,
pero Herrera ha tenido miedo de llevarlo al médico. A pesar de lo que le dijo
el hospital cuando estaba embarazada, nunca la inscribieron para Medicaid de
emergencia. Dice que debe 18.000 dólares por el traslado en ambulancia y el parto
de su bebé. Ahora, evita ir al médico o llevar a sus hijos porque teme que su
enorme deuda ponga en peligro sus posibilidades de permanecer en Estados
Unidos. “Tengo miedo que me van a deportar”, explica.
Sin embargo, algunos
días, cuando se siente abrumada, quiere que la deporten —siempre y cuando pueda
llevar a sus hijos con ella. Como aquel día de mayo, cuando el guardia de
seguridad de la tienda mexicana de comestibles echó a las mujeres y les dijo que
ya no podían mendigar allí. “Nos insultó y nos llamó nombres feos”, dice
Rodríguez.
Las dos mujeres ahora
sostienen carteles de cartón a lo largo de una calle transitada en Denver, y
luego tocan a la puerta de casas particulares, sin regresar nunca a la misma
dirección. Escriben sus peticiones de ropa, comida o dinero en sus teléfonos y
lo traducen al inglés con Google. Le pasan su teléfono a quien abra la puerta.
El sueño americano,
todavía fuera del alcance
En el garaje donde
Herrera y su familia viven, las paredes están llenas de animales de peluche que
la gente le ha regalado a ella y a su hijo. El bebé Milan, en el piso, se
levanta para mirar a su alrededor. Dylan duerme en la cama.
Herrera recientemente
envió 500 dólares a su hermana para que hiciera el viaje de meses desde
Venezuela a Aurora con la hija de 8 años de Herrera. “Voy a tener a mi
familia juntos”, dice. Y cree que su hermana podrá cuidar a sus hijos
mientras Herrera busca trabajo.
“No me siento
capacitada para manejar todo esto”, explica.
El problema es que
Herrera no le ha dicho a su familia en Venezuela cómo pasa el tiempo. “Ellas
piensan que estoy arreglando casas y vendiendo chocolate y flores”,
confiesa. “Vivo una mentira”.
Cuando su hija llama a
mitad del día, se asegura de no responder y sólo contesta después de las 6 pm.
“Ellas piensan que me va tan bien que esperan que se les mande dinero”, dice.
Y Herrera ha cumplido: envía 100 dólares por semana para ayudar a su hermana a
pagar el alquiler y comprar comida para su hija.
Por fin, su hermana y su
hija esperan al otro lado de la frontera, en México. Cuando lleguemos a Estados
Unidos, pregunta su hermana, ¿podríamos volar a Denver? Los boletos
cuestan 600 dólares.
Tiene que decir la
verdad. Que no tiene el dinero. Que vive al día. El sueño americano no se ha
hecho realidad para Ivanni Herrera —al menos no aún. La vida es mucho más
difícil de lo que ha dejado ver.
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